martes, 1 de abril de 2008

Un guiño a Bombín

Cada vez recibe menos visitas en su estudio de la Plaza Matute. Ya no hay tantas ocasiones para airear los gastados vinilos, como en aquellas sesiones que empezaban por casualidad pero que nunca eran casuales. Siempre había alguien que las provocaba con la “inesperada” visita del martes por la tarde. Sabían hacerlo esos canallas, especialistas en atar noches con mañanas y fiestas con reuniones. Sabían que Bombín no fallaba nunca, y que su mueble bar abastecía los gustos poco caprichosos del huésped de los martes. Huésped distinto al de un sábado-noche, una fiesta, una cena, un cumpleaños o la celebración de un nuevo divorcio en el grupo. En estos casos los paladares aparentaban distinción y vaciaban varias botellas “de importación” (importación: conjunto de cosas importantes). Bombín prefería los martes.

Echaba de menos esas humeantes meriendas a base de tabaco y culminadas con desayunos de mahou. ¡Qué colección de sinvergüenzas era capaz de reunir! A veces apiñados encima de los reposabrazos y compartiendo cojines en el suelo a ras de las pelusas; otros días de menos aforo sobraba sitio en el sofá, lo que solía producir muertes súbitas y finales olvidados. Siempre todos queriendo ser el último en escapar del sueño, y quedar en medio del salón como el rey de la montaña. Siempre todos queriendo hacerse con la batuta de esa orquesta formada por más de cinco mil discos. Nuestro amigo solía terminar echando a patadas a esa panda de garitólogos, pero hoy martes, a pesar de sentirse casi tan viejo como sus recuerdos, le gustaría que sonara el timbre.

Todo aquello era la consecuencia de su antiguo trabajo nocturno en los mejores clubes de Madrid. Durante años se había dedicado con esmero al bello arte de hacer bailar. Su obsesión era que hasta los mansos de solemnidad, aquellos que no se despegaban de la barra ni aunque les citara la mismísima boca de una loba desde los medios de la pista, se marcaran algún desgarbado balancé. Si lo lograba se sentía inmenso.

Ahora, por la cabeza de Bombín retumban imágenes en rojo y negro. Elige sin pensar una de sus dance-joyas. El tremendo bajo empieza a vibrar y hace que suavemente, se deslice un papel desde el interior de la funda. Hace trece o catorce años que esa nota se esconde ahí. Desde aquella noche en la que estaba pinchando como un viernes más. Por unos segundos, Bombín había dado la espalda a la pista de baile, que seguía agitada al ritmo de una buena mezcla. El 12 pulgadas se encargaba de vigilar mientras giraba incansablemente. Pero cuando de nuevo miró hacia la mesa de sonido, vio allí aquél pequeño cuadrado blanco con algo escrito. Primero pensó que sería la petición de algún tímido, pero en cuanto descifró las primeras letras descubrió que su cabina no era el único Reino en el bar. Alguien le hacía saber que estaba en compañía de una rara aristocracia. Miró a cada una de las caras que bailaban a su alrededor, pero nadie reparó en él. Ahí estaban el borracho, la casiguapa, el alternativo, el corrillo de compañeros de clase, la pareja que se mete mano, el grupo de amigotes que intenta ligar con las turistas andaluzas. Nadie parecía haberle dejado un mensaje tan extraño.

Desde entonces, cuando Bombín está nervioso se sorprende a sí mismo garabateando el nombre de aquél Reino. Lo buscó en Internet durante los primeros días, pero no encontró nada más que referencias a un consultor hindú. Cada vez que escucha este disco piensa que de nuevo recibirá un guiño de esos granujas.
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Rocío no recuerda nada.

1 comentarios:

A las 1 de abril de 2008, 0:58 , Blogger Duque de San Chorlo ha dicho...

Mi impericia sobre este invento del blogg, ha propiciado que veáis de nuevo la misma entrada que hace unos días.
Yo sólo quería cambiar el color de letra, y por un momento ya había desaparecido el texto por completo.
Finalmente recuperado, me voy a dormir.

 

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