jueves, 26 de febrero de 2009

La rana voladora

Henry me contó la otra noche un extraño suceso del cual no tenía noticias hasta entonces, a pesar de haber estado presente a pocos metros de distancia de donde ocurrió. Hace unos meses estuvimos en Ascot, en una especie de feria organizada por una empresa Austriaca (algo relacionado con mí trabajo). En dos grandes carpas blancas extendidas en la pradera se habían preparado diversiones para niños y mayores. Rubias muchachas con acento alemán no descansaron un momento de repartir salchichas y cerveza para los mayores, mientras se amenizaba el aperitivo con música en vivo de un pequeño conjunto tirolés, ataviado con los típicos trajes regionales. Mientras tanto, unos payasos de corta imaginación, a tenor de los resultados, entretenían con juegos y atracciones a los más pequeños que mantuvieron su atención el tiempo justo que manda la buena educación, antes de buscar distracción en algo más divertido y propio de su juventud: corretear de un lado a otro de las carpas; pero pronto se les hicieron pequeñas. Entre carrera y carrera los mayores pedíamos una cerveza tras otra con las que enjuagar nuestras secas gargantas y, como era de esperar, el grado de vigilancia sobre los pequeños decreció de manera inversa al número de vasos vacíos que se acumulaban sobre las mesas. El repiqueteo que hasta ese momento producía la incesante lluvia sobre las lonas, paró de pronto, y los chicos corrieron al exterior, donde el sol ya lucía brillante, a seguir con sus juegos. Esto les mantuvo lejos de nuestro alcance visual durante el rato en el que se produjo el casi mitológico suceso. Parece ser que Henry permanecía de pie sobre el césped mojado, observando en mundo circundante, cuando de pronto una rana saltó y se le posó en el zapato, para su sorpresa, mientras croaba: croa, croa, croa... Henry, según cuenta, levantó el pie a la pata coja, como si quisiese observar a la rana más de cerca, sin que ésta se inmutase, y acto seguido lo volvió a posar en el césped como si nada. Entonces, viendo que el batracio había encontrado en su zapato un lugar plácido para hacer un descanso y que no mostraba intenciones de abandonarlo, lanzó un puntapié tal al aire, que hizo volar al bicho varios metros allá sin poder sujetarse. Todo ocurría ante una pequeña multitud de niños observadores que festejaron con júbilo el salto mortal de la rana y la pericia y valentía de Henry, convertido en un héroe.
Naturalmente no creí la aventura, que consideré más propia de un sueño infantil que de un hecho real (como digo, casi mitológico). Se me antojaba una historia demasiado enrevesada para ser cierta, así que entrevisté a William, que confirmó su presencia en el suceso y corroboró la tesis de su hermano.

2 comentarios:

A las 27 de febrero de 2009, 7:33 , Blogger Duque de San Chorlo ha dicho...

Ciertamente, parece que Henry puede llegar tan lejos en el futbol como la rana tras el lanzamiento.

 
A las 2 de marzo de 2009, 11:03 , Blogger Duque de Mercurio ha dicho...

Estaría dispuesto a afirmar que la absoluta mayoría de niños y adultos nos sorprendemos milagrosamente cuando tenemos conocimiento de la lluvia de animales, y es que, un fenómeno meteorológico tan extraordinario, que consiste en la caída desde el cielo de numerosos animales que una vez sido enrolados por los vientos huracanados de un tornado o tromba marina son lanzados, incluso a miles de kilómetros de donde fueron abducidos, es complicado de asimilar.

También estaría dispuesto a afirmar que la absoluta mayoría de los niños que correteaban bajo esos nubarrones hubiesen sentido el chaparrón verde mas que como un divino obsequio caído del cielo como un ataque alienígena de algún extraño y lejano planeta enemigo.

Y por supuesto, también estaría dispuesto a afirmar que la absoluta mayoría de los adultos que en Ascot se daban cita en un ambiente austro-húngaro, incluso hasta al mismo batracio le hubiese echo mayor ilusión haber aterrizado en el ataviado escote que luce la prenda acorpiñada superior del femenino traje tirolés.

 

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