Un terremoto
Aquel día me había encargado de llevar al cole a los niños, y después del ceremonioso beso y la recomendación de buen comportamiento, me había ido tranquilamente a trabajar. Durante el trayecto en coche hasta la oficina no sentí nada anormal a mí alrededor, todo parecía tranquilo, como todos los días, sin embargo, el colegio que dejaba atrás iba a ser el epicentro de un fenómeno sobrenatural. Todo empezó cuando William, que hacía tiempo en el patio antes de que el sonido de la campana anunciara la hora de entrada a clase, miró al cielo y pudo ver a simple vista, para su sorpresa, todos aquellos planetas de los que le habían hablado durante la clase del día anterior (creo que ahora la asignatura se llama “conocimiento del medio”, en nuestra época “ciencias naturales”). Allí estaban, a su alcance, Júpiter, Saturno, Neptuno y Urano, y si guiñaba los ojos también podía ver Marte y Venus. Estaba tan tranquilo en el patio, observándolo todo, cuando sus pies empezaron a moverse. En realidad sus pies formaban parte de todo lo demás que, por supuesto, también se movía. William supo desde el principio lo que estaba pasando, se lo habían explicado también en “conocimiento del medio”, era un terremoto. Fue entonces cuando, según su testimonio, el patio se partió literalmente por la mitad, de modo que aproximadamente el 50% de los chicos quedaron en la mitad izquierda del patio y el 50% restante en la mitad derecha. Herny debía estar jugando en la portería, le he preguntado y no recuerda absolutamente nada. No me sorprende pues, como suele ser normal, los niños se quedan ensimismados en sus juegos y a su alrededor puede pasar cualquier cosa sin llegar a percatarse. Ante el estupor de William, que sin embargo permanecía tranquilo, el patio se dividía por una enorme grieta de la que manaba una lava humeante que reflejaba su calor en un rojo cereza intenso. Por fortuna para William la parte derecha del patio, dónde él se encontraba, era la más cercana a la glorieta del cole donde están los aparcamientos, que en esta ocasión no eran ocupados por coches, sino por una especie de motos sin ruedas. William se dirigió allí, observó aquellos extraños vehículos, se subió en uno de ellas, el que más le gustó, y aceleró a fondo, comprobando que servía para volar por el aire. Otros amigos hicieron lo propio y en pocos minutos estaban todos volando sobre el cole y más allá, hasta llegar al cielo, dónde estaban aquellos planetas tan bonitos. Según la narración de William, por momentos la moto voladora parecía perder fuerza y altura, aunque bastaba con soltar el manillar y aletear los brazos arriba y abajo, para volver a elevarse, y así durante todo el tiempo que quisieran. Al cabo de no recuerda cuánto tiempo, bajó de nuevo al cole, aparcó la moto voladora en su plaza y se fue al comedor porque era la hora de comer. Los pobres chicos de la parte izquierda del patio aquel día no comieron, la grieta era demasiado ancha para ser saltada y tuvieron que permanecer aislados.
2 comentarios:
Es la mejor historia que podía encontrarme a esta hora del domingo, recién llegado a casa, no en una moto sin ruedas sino en un pequeño pájaro sin plumas.
Mañana propondré reunión con pipa para hablar de William, Xirolimba, Globalizaciones y otros asuntos del Reino.
¿Cuál es la relación entre ese amarillo L9 y Santa Cruz de Velaan?
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