miércoles, 11 de junio de 2008

"Mercurio en La Tienta”


Estoy viendo gente pasar desde un banco de la Plaza de Manuel Becerra. Mientras espero a un amigo, frente a la iglesia y el parque, todo son recuerdos agradables de cuando era niño. Él se retrasará y temo que el cielo descargue esas nubes negras que se asoman y corren. No lo temo tanto por mojarme, como por que pueda estropeárseles la tarde a los maestros. Desde ahí sentado he visto aficionados, rubias con tirantes, colegiales, viejos, jupyes, modernos… qué grande es Madrid, qué bonito está. Ningún plan especial nos aguarda, tan solo charlar de un Reino tomando algo, y luego, si la cosa se pone bien, quizás veamos a uno de nuestros santos patrones salir a la calle de Alcalá sin poner los pies en el suelo. A eso hemos venido en realidad, pero no lo diremos por si la tarde se tuerce, porque tememos que el santo patrón pueda salir sin poner los pies en el suelo, pero con ellos por delante. Un virus ha dejado en casa al tercero en discordia (Mercurio no domina al mercurio), nos lamentaremos toda la vida, del cuarto ya no quedan ni los rescoldos, se quemó en su hoguera (quién sabe si resucitará). Ahí está el amigo, con la disculpa en la cara y el andar apretado, recién duchado, oliendo a perfume y a metro. Oleadas de humo de puro nos acompañan Alcalá abajo, vamos camino de La Tienta y al llegar a Los Timbales hacemos un quite por gaoneras al alimón: “demos la vuelta al ruedo, aunque sea por la acera”. Y la damos “despaciamente”, como nos gusta ir, como lo haría el maestro, y al llegar a la puerta del patio de arrastre sucede algo importante e imprevisto. Sin saber cómo, quiero decir sin esperarlo, nos vemos dentro de la plaza, en el mismísimo patio de arrastre, y la primera imagen que nos seduce es la del desolladero y en él algo terrible: una cabeza decapitada de toro aun caliente (humea), el 3º quizás, descansa tranquila sobre un denso charco de sangre, mirando al cielo con sus ojitos abiertos y sus orejas puestas, como pidiendo clemencia al puntillero (a su Justino). De un gancho cuelga despellejado el resto del animal, y ese matarife a quien otro le hizo parte del trabajo habitual, hace ahora su personal faena jifero en mano, envuelto en un mandil blanco salpicado de rojo y en un intenso olor a muerte.
Escaleras arriba subimos hasta la grada del 10, a través de cuya puerta cerrada parece adivinarse, por el run-run del murmullo, que algo importante sucede. Nuestro apoderado reparte guiños y palmadas a unos y otros, porque él es el importante allí, nosotros miramos al suelo. Esperamos impacientes en ese pasillo gris y sombrío de este lado de la puerta, a que se abra la del 10. Sabemos que al otro lado nada será gris ni sombrío, y sabemos bien, porque una explosión de luz y color nos acoge. Las Ventas está preciosa, el sol en lo alto. Ya estamos aquí, ahora sí, y de entrada todo es diferente, no es como otras tardes, cuando el ritual está aun por cumplirse y uno descubre en primera instancia un albero inmaculadamente peinado, virgen, y luego todo lo demás, la liturgia: el alguacilillo, el paseíllo, clarines y timbales, el chulo de toriles… Hoy es distinto, hay muestras de lucha en el ruedo y rastros de muerte: un rincón de arena ensangrentada junto al 2 señala el lugar donde finalmente descansó el 4º. Puedo verlo en la mente, tan bravo al salir, tan fiero en sus movimientos, violencia, polvo al viento en su lomo y esas cintas de colores, para luego doblarse el animalito, mirando a todos y pidiendo la muerte. No lo he visto, pero eso es lo que allí a pasado minutos antes, cuando estábamos en el pasillo. Los tendidos suenan distintos, sin entender palabra alguna es maravilloso descubrir como suenan de otra manera, ese tono con el que los tendidos hablan no es el de otras tardes, simplemente el murmullo es otro en su pulso, en su entonación, allí ha pasado algo, no cabe duda, algo grande. Nuestro santo patrón ya ha triunfado cortando las dos orejas al 2º. A nuestro alrededor, en la grada del 10, la concurrencia es tan variopinta como lo fue durante la espera en el banco, gente de toda condición, cuna y educación, comparten estrecho espacio y comentario. La emoción se respira en oleadas, cada frase lleva una mención a Dios, a Dios en la tierra, en la tierra amarilla teñida de rojo del albero de Madrid. Una primera llamada de teléfono al tercero en discordia en un intento de compartir un momento único, aun a riesgo de provocar envidia, pero el clamor hace prácticamente imposible la conversación. Suenan clarines y timbales, ya está el 5º en la plaza, es negro, bien hecho (dicen los entendidos). Sabíamos lo del refrán, que no hay 5º malo, y lo que viene en tauromaquia ya está escrito con arte, me quedo con las sensaciones. Nunca un espectáculo de veinte minutos provocó en nadie tanta emoción como éste, vivido allí mismo. Cómo retener ese breve espacio de historia en la memoria para poder narrarlo al resto. Profundos silencios rotos en soberbios olés al unísono ponen el pelo de punta, la carne de gallina, incluso dicen que alguien lloró. No sé si lo de más o lo de menos fue la faena a ese toro, o el espectáculo en su conjunto incluidos todos los testigos, según se mire. La conjunción entre arte y emoción, las ganas de éxito compartidas y el miedo a la muerte, hacen de este momento un escenario místico. La gente enloquece y tras caer el animalito al suelo, la plaza cambia de color instantáneamente al blanco celestial. Inenarrable, sublime, estamos en el cielo.
Entre el tumulto fuera ya de la plaza, en la puerta Grande, esperando a José, fotógrafos, policías, cámaras de TV y aficionados se rifan el espacio a empujones entre avalanchas. Ya está ahí José, entero, zarandeado entre la multitud, con la cara descompuesta y feliz al tiempo. Da impresión verle de cerca, está junto a nosotros, ¡Torero!, ¡Torero!, pasa de largo y detrás de él nos vamos, como quien necesita limosna. Nuestras manos tocan la gloria en su ensangrentada chaquetilla purísima y oro, y se llevan muestras de lucha, restos de sangre quedan en nuestros dedos. De qué trozo de historia acabamos de ser testigos.
De ahí a La Tienta (el lugar donde todo debía haber comenzado) el recorrido de mi compañero y el mío fue una procesión silenciosa, queriendo tomar conciencia del momento vivido, con el único propósito de compartirlo con quienes pudieran entenderlo y agradecer a nuestro apoderado su noble simpatía. Una pena no haber tenido a Mercurio en La Tienta, saboreando recuerdos y regaditas.