miércoles, 30 de abril de 2008

“Pajarita”




A veces la casualidad nos ofrece situaciones propicias para hacernos los héroes y no las desperdiciamos, aunque a punto estemos de hacer el ridículo. Así ocurrió una tarde dominical de esas de periódico, sofá, taza de té y película, en la que nosotros nos habíamos dedicado precisamente a otros asuntos distintos a los señalados. Era una tarde de casa de campo familiar, una de esas tardes en las que por mucho que uno disimule estar atareado le acaba cayendo algún quehacer. Se aprovechan de nuestra presumible fuerza física para hacernos encargos muy por encima de nuestras posibilidades que, en un alarde de vanidad, aceptamos sin rubor, sin valorar las consecuencias que tendrán sobre nuestro cuerpo, pues anteponemos la exhibición y el heroísmo a cualquier otra causa (incluso a la simple ayuda). Solemos pagar los esfuerzos los lunes medio moribundos ante el ordenador.
Me pregunté qué mal podía hacernos aquella tarde gris de domingo el cálido nido que una criatura de la naturaleza había construido en lo alto de un pino con noble esfuerzo y trabajo. Concluí que ninguno pero, como es sabido por todos, en una casa de campo no cabe la holgazanería y parece estar prohibida la caída de brazos o cualquier actitud intelectual o lúdica para la que se requiera estar sentado. Es algo así como un sacrilegio a la naturaleza, uno sale siempre de Santa Cruz de Velaan con la intención de descansar para regresar hecho cisco, aunque bien comido. Tras recibir aquel encargo, en un primer instante fui consciente de lo que se avecinaba y, a pesar del clamor de los chicos en favor de la empresa, mostré mis reticencias aunque de una forma hipócrita y poco convincente a decir por la respuesta recibida, siendo rápidamente descubiertas mis intenciones (en realidad los bichos del campo me merecen poca estima y no me avergüenza reconocer que mi corazón no se turba al presenciar la crudeza de los documentales de La2). De nada sirvió mi inicial discurso en aras de la naturaleza, de los animales, ni siquiera mis posteriores advertencias sobre aquel encargo que podía ser constitutivo de delito ecológico. En casa siempre se estuvo a favor de la pajarita de las nieves, incluso del gorrión, pero la asquerosa urraca era considerada un enemigo declarado, había que exterminarla, aun a riesgo de ser denunciados por prácticas ilícitas contra el medio ambiente. Había que preservar a toda costa el entorno y dominios de nuestra querida pajarita, aquella que cada primavera anidaba en el squimer de la piscina y que tantas veces contemplábamos atentos a través de la ventana del salón. Nuestro instinto depredador contra la urraca no significaba una muestra de poder destructor por el poder destructor, sino más bien el intento de controlar el hábitat de los mil metros cuadrados que nos pertenecían. Mi último recurso de salvación fue el mal ejemplo sobre un supuesto maltrato a la naturaleza que daríamos a unos niños en edad escolar, que al siguiente día y con la memoria fresca celebrarían su acostumbrada “asamblea” escolar (donde todo se casca). Pero no había nada que hacer, la urraca era el mismísimo demonio y había que evitar su reproducción a toda costa. Finalmente abnegué al ser puesta en duda por parte interesada de la concurrencia mi capacidad para alcanzar el éxito, lo cual suponía un agravio que no estaba dispuesto a consentir. Daría toda una exhibición de agilidad y prestancia. Durante unos minutos nos dedicamos a preparar la estrategia, contemplamos las idas y venidas de la urraca al tiempo que tratábamos de medir la frecuencia de sus vuelos y localizar con precisión militar las coordenadas de su aterrizaje.
Y así, sin a penas darme cuenta, contando con la connivencia de los asistentes, me encontré, arrogante y gallardo, encaramado a un pino que sobrepasaba en altura la casa y que daba cobijo al nido objeto de la operación: el nido de la asquerosa urraca. Todos, niños y mayores, se mostraban jubilosos y me ofrecían su valiosa ayuda desde la base para indicarme la situación de las ramas más gruesas que pudieran soportar mis 87 kg. “Pon el pie derecho donde el izquierdo…, bien, ahora tienes una rama justo encima,… eso es, ahora el otro…” Supongo que desde abajo todo debía parecer muy fácil, pero las ramas me arañaban los brazos, las manos e incluso la cara en alguna ocasión. Mi arrepentimiento crecía con la altura de forma inversamente proporcional a mi valor. Mientras seguía ascendiendo, toda nuestra preocupación era que la urraca pudiera aparecer en cualquier momento e hiciese por mí, me veía indefenso allí subido, con las manos ocupadas y sin haber calibrado previamente la capacidad del ave en su instinto paternal. Hubo suerte y pronto tuve a mi alcance el dichoso nido; la primera parte de la operación, la ascensión, había finalizado sin contratiempos. Ahora procedía la parte culminante, el derribo. Con cierto asco, lo reconozco, palpé el nido por debajo y comprobé que aquello era más duro y voluminoso de lo que hubiera imaginado. Intenté moverlo a mano y lo conseguí no sin dificultad mientras una maraña de no se qué se me venía encima. Pensé que eran bichos, insectos o algo así y en ese momento, en el que sí sentí verdadero asco, me arrepentí de haber aceptado la tarea. Desde abajo continuaban las muestras de ánimo, principalmente de los chicos, no podía defraudarles. Trepé un poco más y pedí que me alcanzaran alguna de las mil herramientas del garaje que pudiera facilitarme el derribo, pero fue un simple palo lo que pusieron a mi disposición. Al ir a cogerlo miré hacia abajo y me sorprendí de la altura a la que me encontraba, una caída hubiera sido fatal. Los nervios se adueñaron de mí, sentía cansancio en los brazos y las piernas, pues la postura era ciertamente incómoda y llegué a pensar que no lo lograría. Decidí soltar el palo tras un “cuidado que va” y me agarré fuertemente a las ramas más robustas que encontré a mi alcance en un intento por descansar. Envuelto en el desánimo se me escapó un: “Voy a bajar” (lo dije bajito, pero fue suficiente para ser escuchado abajo). “¿Qué dices?”, “Nada nada que… que ya está casi”. Miré el interior del nido y descubrí tres huevos que serían mi salvación: “Hay tres huevos,… qué pena ¿no?”. Pero abajo no hubo compasión: “Nada nada, a por ellos”.
Me armé de valor, saque fuerzas de flaqueza, cerré los ojos y rabiosamente bamboleé el nido la mano como si en ello me fuese el honor, hasta que por fin se desprendió de las ramas y cayó al vacío. Vi volar los huevos, aquellas criaturas aladas morirían estrelladas antes de nacer, pero en ejercicio de su condición natural. Me sentí aliviado, incluso eufórico, al escuchar el revuelo de los chicos entorno al pino. La última fase de la operación, el descenso, sería sencilla, aunque tampoco estuvo exenta de arañazos.
Los chicos y el resto del público presente festejaron mi éxito mientras observaban, ya en el suelo, el nido y los huevos estrellados. Palmadas en la espalda, cura de arañazos y tiritas pusieron fin a aquella trágica epopeya de doña urraca, tras la que me sentí un auténtico héroe. El lunes fue otro cantar.

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martes, 29 de abril de 2008

"R"




“Son muchas las razones que se han barajado para explicar tanto la fuerza como la necesidad de la ficción. Suele hablarse – yo mismo lo he hecho en otras ocasiones – de la parvedad de nuestras existencias reales, de la insuficiencia de limitarse a una sola vida y de cómo la literatura nos permite asomarnos a otras o incluso vivirlas vicariamente, o atisbar las nuestras posibles que descartamos o que quedaron fuera de nuestro alcance o no nos atrevimos a emprender. Como si precisáramos conocer lo improbable además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo remoto, lo negado y lo que pudo ser, además de lo que fue o lo que es; y, por supuesto, dialogar con los muertos.”

Sólo una semana después de haber bailado house junto a Cortázar en una fiesta privada, Xavier I, Rey de Redonda leía estas palabras ante los miembros de la Real Academia Española ya en las curvas finales de su discurso de ingreso.
No podía ser otro el trono que nuestro admiradísimo genio heredara de los inmortales académicos, que el de la letra “R”, trono que ocupará con la distinción de los grandes Reyes de la Imaginación.
Por eso es fiesta en Redonda. Y desde este otro Reino de Santa Cruz de Velaan, si baja uno el volumen del estrenado Lemuria, puede oír a lo lejos la alegría de la pólvora, los choques de las copas, e incluso adivinar el gracioso baile que todas las almas dedican al maestro, que ríe junto a sus fieles Duques mientras les cuenta que el sábado pasado casi liga con Doña Inés.

miércoles, 23 de abril de 2008

D o s M u n d o s ..... s o d n u M s o D


La realidad, pero a la vez el contraste entre dos mundos, es lo que pretendo perseguir captar con mi cámara.

martes, 22 de abril de 2008

Project ´68 London AKA_THE END_Final de fiesta


sábado, 12 de abril de 2008

Project ´68 London AKA_THE END


Sat Apr 19th:: London :: The End & AKA, 18 West Central


viernes, 11 de abril de 2008

Decapitatio II


miércoles, 9 de abril de 2008

Sir Lawrence y Xirolimba

Un día Sir Lawrence conoció a Xirolimba y esta le regalo una estrella. Se hicieron amigos, más que amigos. El le dedicó una canción...

http://www.youtube.com/watch?v=Zx6gr_Ch9x8

Decapitatio


martes, 1 de abril de 2008

Momentos “Date una vuelta”


Estoy en la cocina haciendo la cena acompañado por una Pilsner Urkel, amarga de verdad. Ha sido un lunes como otro cualquiera, igual de agorador que todos los lunes y ahora es el momento de cada día, el de siempre a esta hora, el de las últimas tareas que ponen fin a todos y cada uno de los días de nuestras vidas. Los chicos están bañándose e inconscientemente, como cada día, estoy esperando que cualquiera de ellos abra la puerta de la cocina y se presente contento, radiante, sonrojado por el calor del agua y esa sonrisa que me vuelve loco. Será una sorpresa, no se quién será hoy el primero en salir, apuesto por Alejandro. Es pura lotería.
Voalá, Alejandro fue el primero en salir del baño y como esperaba ha venido directo a verme, sin paradas intermedias como otras veces para coger juguetes. Repeinado y oliendo a colonia, da gusto verle, sustituye la pregunta de todos los días de nuestras vidas (¿Qué hay de cenar?) por esta otra: ¿Qué hora es papá?, ¿son las ocho? Una pregunta de lo más normal, que para cualquier persona pasaría desapercibida pero que, viniendo de un niño, sorprende, pues aunque viven absolutamente programados por los padres, son por lo habitual completamente inconscientes de la hora en la que viven (como pequeños animalillos guiados por la luz del sol, qué bella ignorancia).
Hoy ha sido un día especial en el cole, han celebrado algo y les han llevado al Retiro. La televisión ha estado allí haciendo un pequeño reportaje para las noticias de las ocho.
Alejandro tiene cinco años y medio y estimo que ya es hora de que aprenda a leer la hora, así que daremos una primera lección.

- Mira Alejandro (señalando el reloj de pared de la cocina). La aguja pequeña está en el número 8 y la grande en el 10. Quedan 10 minutos para que sean las 8.
- Ah! Vale (parece interesado)
- Date una vuelta y cuando vuelvas verás como la aguja grande se ha movido. Cuando llegue aquí serán las 8 en punto (señalo con la mano el 12 sin nombrarlo, por no decir “cuando llegue al 12 serán las 8” que me parece un galimatías).

Apuro otro traguito de la Urkel echando un vistazo de reojo al lenguado de la sartén, entre tanto olvidado por la lección horaria. Ha pasado un ratito y Alejando no viene a mirar el reloj, que ya está en las 7:57, así que salgo a buscarle al salón donde creo escucharle.

- Alejandro, ¿se puede saber que haces?, te vas a caer (está dando vueltas muy rápidas alrededor de la mesa de cristal)
- ¡Papá, me has dicho que de vueltas!
- Anda, ven a ver el reloj, que ya son casi las 8.

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Un guiño a Bombín

Cada vez recibe menos visitas en su estudio de la Plaza Matute. Ya no hay tantas ocasiones para airear los gastados vinilos, como en aquellas sesiones que empezaban por casualidad pero que nunca eran casuales. Siempre había alguien que las provocaba con la “inesperada” visita del martes por la tarde. Sabían hacerlo esos canallas, especialistas en atar noches con mañanas y fiestas con reuniones. Sabían que Bombín no fallaba nunca, y que su mueble bar abastecía los gustos poco caprichosos del huésped de los martes. Huésped distinto al de un sábado-noche, una fiesta, una cena, un cumpleaños o la celebración de un nuevo divorcio en el grupo. En estos casos los paladares aparentaban distinción y vaciaban varias botellas “de importación” (importación: conjunto de cosas importantes). Bombín prefería los martes.

Echaba de menos esas humeantes meriendas a base de tabaco y culminadas con desayunos de mahou. ¡Qué colección de sinvergüenzas era capaz de reunir! A veces apiñados encima de los reposabrazos y compartiendo cojines en el suelo a ras de las pelusas; otros días de menos aforo sobraba sitio en el sofá, lo que solía producir muertes súbitas y finales olvidados. Siempre todos queriendo ser el último en escapar del sueño, y quedar en medio del salón como el rey de la montaña. Siempre todos queriendo hacerse con la batuta de esa orquesta formada por más de cinco mil discos. Nuestro amigo solía terminar echando a patadas a esa panda de garitólogos, pero hoy martes, a pesar de sentirse casi tan viejo como sus recuerdos, le gustaría que sonara el timbre.

Todo aquello era la consecuencia de su antiguo trabajo nocturno en los mejores clubes de Madrid. Durante años se había dedicado con esmero al bello arte de hacer bailar. Su obsesión era que hasta los mansos de solemnidad, aquellos que no se despegaban de la barra ni aunque les citara la mismísima boca de una loba desde los medios de la pista, se marcaran algún desgarbado balancé. Si lo lograba se sentía inmenso.

Ahora, por la cabeza de Bombín retumban imágenes en rojo y negro. Elige sin pensar una de sus dance-joyas. El tremendo bajo empieza a vibrar y hace que suavemente, se deslice un papel desde el interior de la funda. Hace trece o catorce años que esa nota se esconde ahí. Desde aquella noche en la que estaba pinchando como un viernes más. Por unos segundos, Bombín había dado la espalda a la pista de baile, que seguía agitada al ritmo de una buena mezcla. El 12 pulgadas se encargaba de vigilar mientras giraba incansablemente. Pero cuando de nuevo miró hacia la mesa de sonido, vio allí aquél pequeño cuadrado blanco con algo escrito. Primero pensó que sería la petición de algún tímido, pero en cuanto descifró las primeras letras descubrió que su cabina no era el único Reino en el bar. Alguien le hacía saber que estaba en compañía de una rara aristocracia. Miró a cada una de las caras que bailaban a su alrededor, pero nadie reparó en él. Ahí estaban el borracho, la casiguapa, el alternativo, el corrillo de compañeros de clase, la pareja que se mete mano, el grupo de amigotes que intenta ligar con las turistas andaluzas. Nadie parecía haberle dejado un mensaje tan extraño.

Desde entonces, cuando Bombín está nervioso se sorprende a sí mismo garabateando el nombre de aquél Reino. Lo buscó en Internet durante los primeros días, pero no encontró nada más que referencias a un consultor hindú. Cada vez que escucha este disco piensa que de nuevo recibirá un guiño de esos granujas.
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Rocío no recuerda nada.