domingo, 21 de febrero de 2010

Filosofía de oficina


“Hay que aplicar el sentido común”, dicen siempre los de aquí en actitud de impartir una lección magistral al oyente. Pero, ¿no es acaso el sentido común la visión ordinaria de las cosas? Y, ¿por qué ha de ser lo ordinario lo ejemplar?, ¿por qué la mayoría ha de tener la razón?, ¿no es acaso la razón el acto de discurrir el entendimiento?, ¿no sería mejor entonces aplicar la inteligencia? Pero la inteligencia es selectiva, no nos llegó a todos por igual, y la ordinariez es efectivamente más común de lo que querríamos en Santa Cruz de Velaan. Quizás por eso no pueden decir: “Hay que aplicar la inteligencia”, porque ni ellos mismos la tienen y quizás también por eso en Santa Cruz de Velaan no hay oficinas.

Anuncio por palabras


En 1980 se publicó en un periódico este anuncio por palabras: “Cambio todo Galdós por una sola página de Stevenson. Razón: ingeniero Benet, calle Pisuerga, 7. Horas comida”. En el año 80 tenía yo 12 años y, a pesar de mi innata curiosidad hacia todo, propia de esa edad por otra parte, no tenía entre mis costumbres diarias la lectura del periódico, si acaso la de ojear algún ejemplar de Mortadelo y Filemón, tanto menos didáctico, cuanto más divertido, y eso que seguramente tendría a mano alguna novela de Stevenson. Tiempo después, concretamente 30 años, sigo sin tener la ferviente, ni aún la efervescente costumbre de leer periódicos, y no por falta de curiosidad, que me ha ido al alza si cabe, sino por la simple desgana que me provoca el aburrido y partidista contenido de todos los diarios. En cuanto a Stevenson, recientemente compré a los niños una bien encuadernada edición de la Isla del tesoro, que de momento les leo aquellas noches en las que mi imaginación es pobre como para inventar cuentos dormideros. Sin entrar ahora en esas disquisiciones he de decir, sin vergüenza, que sólo echo un vistazo al periódico, y normalmente en orden inverso al lógico, en aviones, si se reparten, en casa de mis padres, donde no nunca falta y en el Bar de la Calle Argensola, donde me lo prestan para matar el rato mientras se presenta algún contertulio. Y siguiendo con el asunto de las costumbres, pero yendo a otro tercio, lo que sí he descubierto con los años es el beneficio que procura a la mente la actividad de andar sin ir a sitio alguno, conclusión a la que llegué no sin antes tomar los caminos equivocados, si bien efímeros, del ejercicio físico intenso. Suelo pasear preferente por lugares de suelo firme, ciudades, preferentemente Madrid (ciudad encantadora), no por tener nada en contra del campo, sino simplemente porque me desconsuela no tener cerca un bar donde refrescarme, y el sosiego es importante en el paseo. Distingo entre mis paseos dos grandes categorías, a saber, los ocasionales y los rutinarios, siendo estos últimos a los que me interesa referirme ahora. Por ejemplo, constituyen muestras de paseos en la categoría de rutinarios, los que suelo dar por el barrio de Chamberí en “horas nocomida” (haciendo paráfrasis inversa del anuncio de Benet) y los que suelo dar cada martes en “hora nomerienda” por el noble barrio de El Viso, mientras hago tiempo a que se abran las puertas de la escuela de música donde recojo a los niños. Este paseo en particular transcurre por angostas calles de calzada adoquinada y con nombres de río (Sil, Genil, Jarama, Ega, Tajo, Tormes, Pisuerga…), prácticamente desprovistas de aceras, que hacen del paseo una auténtica yincana, ya que a su estrechez constructiva hay que añadir innumerables obstáculos como árboles con alcorques deformes, farolas o coches mal aparcados. Aún con eso, sabiendo que El Viso no se hizo para pasear, sino para estar, el paseo es agradable por la noble presencia del barrio, y por la práctica ausencia de transeúntes, sea por la hora a la que suelo pasear, sea por la poca animación propia del barrio (sustantivo que yo no nunca aplicaría para El Viso). Cuando paseo por esas calles me gusta imaginar que voy caminando por la rivera de un río iluminado por el resplandor de la luna, casi siempre visible por la baja altura de sus árboles, quiero decir, hotelitos. Tres años llevo navegando por esos ríos que ya conozco bien, y sin embargo nunca me había fijado con atención en esa casita tipo Bauhaus del 7 de Pisuerga, cuyo salón albergó durante años fumarolas Catoblepas a imagen y semejanza de aquellas otras a las que un joven Benet asistió en casa de nuestro Santo Patrón Don Pío Baroja, en la calle Ruiz de Alarcón de aquel nobilísimo y bello barrio de Alfonso XII (este sí). Ayer martes, en mi paseo de costumbre me detuve ante la verja de ese hotelito y miré a través de las ventanas de su salón verde, e imaginé mucho humo, muchas palabras, mucho whisky y a Benet. Y como de todo es siempre interesante extraer una conclusión, pensé, mientras observaba ensoñado, en lo interesante que sería regalar a Santa Cruz de Velaan una globalización despacia a través de un anuncio por palabras, para lo cual no elegiría uno de esos aburridos y partidistas diarios nacionales, sino, por ejemplo, el Reading Evening post, donde la Reina Madre publicó a su vez el siguiente anuncio por palabras en 1996: “Busco submayordomo para propiedad real. Dirigirse al administrador. Clarence House”. También pensé en que el mejor momento para hacerlo sería durante una de nuestras fumarolas Catoblepas de Felipe Moratilla.